Érase una vez un matrimonio adornando su salón para las fiestas que venían. De pronto ella dejó sus labores decorativas y de un rápido impulso abrió un cajón, cogió papel y boli, y le dijo sin miedo a su marido: “Luis, venga, déjate de rollos. Vamos a hacer la lista de los invitados para la cena de Navidad” Y ella apuntó sus dos o tres nombres y levantó la mirada esperando a ver lo que su compañero decía, mientras él seguía rodeando la lámpara con espumillones montado en una escalera de pocos peldaños. Sin dejar lo que hacía de pronto dijo: “Pues mira, apunta a tus padres, a mi hermana con su marido y los dos niños, a mi madre, a tu hermana Juani con tu cuñado y la madre de él, que la pobre no la van a dejar sola… a mi primo Rubén con su mujer también y sus dos niños, que hablé el otro día y ya se lo dije,… Ah y apunta a Antonio y Fernanda los del segundo C que sabes que son de fuera y no tienen familia aquí…” Y de pronto ella interrumpió aquella retahíla, tiró el bolígrafo al suelo y dijo elevando la voz: “¿Pero te has vuelto loco? ¡¡Donde vas con tanta gente!!!” Y él con mucha pausa y tranquilidad desde la atalaya de su escalera la miró y le dijo: “Mira Manoli: el año pasado cené y almorcé contigo aquí los dos solos el 24, el 25, el 31, el 1…y hasta el día de Reyes. Así que este año todo el mundo a comer a casa. ¡COMO SI TENEMOS QUE MONTAR UNA GRADA!” Y ella puso cara de enfado, marchó con paso firme marchándose del salón, y mientras se alejaba no tenía más remedio que esbozar una sonrisa que le daba la razón a su marido aun sin querer dársela.
Tengo un grupo de amigos a los que les gusta madrugar. Pero les gusta madrugar cuando casi nadie madruga. A todos les costó levantarse cuando oyeron aquel despertador sonar incluso más temprano que en cualquier día laborable. Pero después de un ligero suspiro todos dieron el salto y a la calle se encaminaron. Y allí estaban. En casa de aquel amigo que se empeña en tener las puertas abiertas para todo el mundo y en aquel amplio salón donde en una mesa les esperaban una botella de brandy, una de anís y una de moscatel. Y donde todo el que llegaba ponía cara de “Ah pues no era una broma: están de verdad aquí”. Con más miedo que vergüenza, sacaron la guitarra, el almirez, las panderetas y calentaron sus voces mientras el sol peleaba con las nubes y con la penumbra de una noche que ya acababa, y mientras alguien asomado a un balcón esperaba poder ver a lo lejos aquella candelería encendida que sería la señal de que la Virgen estaba llegando. Y llegó… Y bajaron las escaleras con rapidez y a pie de calle entonaron aquella letra que pocos recordaban y que contaba la historia de un Dios eterno que se quiso hacer niño en el vientre de una joven mientras alguno señalaba con su dedo a la Virgen como diciéndole que aquello que hacían y sobre todo decían, lo hacían solo por Ella. Nada más que por Ella. Y aquella locura de madrugar para cantar solo un villancico los hizo durante unos minutos los más felices de la tierra. Y si volviera a surgir la idea lo harían de nuevo. Es más, estoy seguro de que hasta la darían la vida por ello.
Érase una vez un repartidor de paquetería. Uno de estos nuevos héroes de furgoneta y mono azul con algo fluorescente que hacen que nada nos falte en casa. Miró la siguiente entrega y suspiró cuando se dio cuenta de que debía subirlo a un tercero sin ascensor. Menos mal que el paquete era pequeño. Al llegar arriba, recuperó la respiración, llamó al timbre y alguien preguntó desde dentro con voz lejana que quien era. “¡¡¡Un paquete para Ramón Gutierrez!!!” contestó raudo el repartidor. Un ruido rápido de cerradura hizo abrirse la puerta y tras ella apareció un hombre con ropa desaliñada y las manos manchadas con una mezcla de pintura y escayola que llamaron la atención del trabajador. “Necesito que me eche una firmita aquí…pero veo que tiene las manos regular para firmar…. Que está ¿montando el Belén?” le dijo mientras sonreía. El beneficiario del paquete mientras firmaba le dijo “Justo eso…”. Y el repartidor, ni corto ni perezoso, se atrevió a decirle: “¿Y puedo verlo?”. Ramón le hizo un gesto con la mano, invitándolo a que lo siguiera y mientras caminaban por un estrecho pasillo iba abriendo aquel pequeño paquete que resultó ser una figura. Llegaron a un salón donde un enorme nacimiento con montañas, cascadas, pastores y animales ocupaba casi toda la estancia. “¡Pero qué maravilla por Dios!” no dudó en exclamar, con cara de no creerse lo que estaba viendo. Ramón cogió entonces aquella figura y colocándola delante del Rey Gaspar, porque resultó ser su paje, dijo casi susurrando: “Me alegra mucho que le guste. De hecho es usted la primera persona que lo ve… y llevo más de treinta años montándolo” El repartidor recorrió en sentido contrario aquel pasillo en silencio, cerró la puerta y bajó los tres pisos cavilando mientras se acariciaba la barbilla. Y ya en toda la tarde, cada vez que cogía un paquete, antes de entregarlo lo miraba y se imaginaba que figura de un Belén escondido se ocultaba en aquella caja.
Había una vez un hombre que soñaba con ser rey mago. Y lo soñaba todos los días del año. Tenía guardadas en su armario varias ropas para poder hacer su sueño realidad cada noche del cinco de enero. Porque él no se disfrazaba, se revestía. Se transformaba. Se convertía realmente en uno de aquello magos. Era casi en un rito que anualmente cumplía sin darle cuentas a nadie y sin dar demasiadas explicaciones. A veces salía a casa de alguien que lo invitaba, a veces lo llamaban para alguna asociación y hubo años en los que se dedicó simplemente a pasear por la calle sonriendo y regalando caramelos a todo el que tenía la suerte de encontrarle. Pero ocurrió lo impensable. Un extraño virus, algo que ni en los peores presagios jamás imaginó hizo que una de las noches más esperadas en su ciudad acabara llena de soledad y tristeza. Y aquella noche del día cinco no hubo cabalgata, ni hubo camellos, ni hubo caramelos pegados en los zapatos. Pero lo peor es que no hubo ni gente. A la hora prefijada estaba prohibido salir a la calle y aquel Rey Mago miraba de reojo aquellos ropajes resistiéndose a pensar que aquel año su noche más esperada sería solo una noche cualquiera. Se armó de valor, se vistió una de sus túnicas, una de sus capas, alguna barba de las que tenía y se colocó la corona. Y se marchó a la calle a desafiar al frío, a la noche y en esta ocasión casi a las leyes. Y vagando por aquellas calles silenciosas, vacías, y casi tragándose sus lágrimas, se temió lo peor cuando al fondo vio unas luces azules que se le acercaban. Una pareja de policías en un coche paró junto a él. Bajaron la ventanilla y hubo unos segundos de eterno silencio en el que ni él supo dar explicación de lo que hacía ni ellos supieron darle un motivo para multarle. Miró un segundo hacia arriba y asomado en una ventana un niño asombrado miraba la peculiar escena. El Rey le sonrió y le saludó con su mano envuelta en un guante blanco y el niño, con cara de no creerse lo que estaba viendo, le devolvió el saludo. Y aquel Rey solitario se abrigó envolviéndose con su capa dorada y roja y seguidamente les dijo a los agentes: “Tranquilos que ya me voy a casa. Al final ese niño ha hecho que este paseo sin sentido haya merecido la pena”.
Érase una vez una familia que vino a conocer las zambombas de Jerez. Llegaron a una que le habían recomendado y que se celebraba en la puerta de una iglesia. Allí había una candela que caldeaba a los presentes y en la misma puerta algunas sillas y una zambomba esperando a que alguien la tocara. De pronto una señora de bastante edad con falda hasta la rodilla y jersey de color claro, se sentó en una de las sillas, remojó sus manos en agua y comenzó a hacer sonar aquel instrumento mientras comezaba el famoso “Calle de San Francisco”. Aquella familia sonreía ante el comienzo de la fiesta, pero una de sus hijas tenía en sus manos un libreto que le habían regalado con las letras de los villancicos y al abrirlo, lo miró con sorpresa y le dijo de pronto a su madre: “Mira mamá…pero esa señora que está tocando la zambomba ¿no se parece mucho a la de esta foto que viene en el libro?” Y alguien que casi sin querer presenciaba la conversación les dijo: “No es que se parezca, es que es ella”. Y la familia se miró sonriendo pensando que habían tenido mucha suerte al empezar allí aquella tarde. No sé si para marcharte has cogido por Casablanca o por el río de Cartuja. Si te has encontrado al Zeñó don Gato, a los peregrinos que iban para Roma o a aquella Micaela de la que tanto nos hablaste y que estaba tan mala que no sabía ni lo que tenía. De lo que estoy seguro es de que estás donde siempre quisiste estar. Donde cuentan que ya cada día es Navidad. Donde dicen que se nace de nuevo para ya no morir nunca. Porque eso es lo que les pasa a las personas que se hacen eternas. Que nunca mueren. Estás en el sitio donde nace ese niño al que quiere adorar medio planeta cuando llega el mes de diciembre, aunque hasta la comisión europea se empeñe en evitarlo. ¿Acaso se os ocurre un mejor sitio donde poder pasar el resto de vuestra vida? A mí… desde luego que no. Así que este año, a pesar de los pesares, y quizás más convencido que nunca…. FELIZ NAVIDAD A TODOS