Lleno de miedos e incertidumbres arrastraba prácticamente desde que en el primero del mes, se anunciara que la Virgen del Carmen iba a procesionar por las calles jerezanas en su festividad. Como siempre fue y como siempre será, ni más ni menos. Todo el proceso fue una montaña rusa de emociones y sentimientos que a día de hoy, aún parezco sumido en ella.
Salió bien. Bueno, bien se quedaría corto. Salió mejor que lo que todos soñábamos. Así dieron fe los cientos de abrazos -incontables- que nos fundimos en el pasillo vacío de esa Basílica, que solo llenaba Ella cuando volvía de perfumar Jerez con su fragancia. Brilló. Quizá más que de costumbre. Y nos asombró. Parecía en sí misma, una aparición. Faltaba todo, todo lo que queríamos que estuviese y costó asumir su ausencia. Faltó todo, pero… ¡Ay amigo! Siempre estuvo Ella. Bendita decisión la de aquel 1 de julio. Todo recobró sentido porque Ella así lo tenia guardado para todos.
En el dintel, los aplausos. Y el sol del estío. El que achina los ojos y hace brillar las sienes. Y salió, entre el estruendo y la emoción del gentío. Y en ese momento, justo en ese momento, se me vino a la cabeza aquello de las bodas de Caná. Donde faltó el vino, le faltaba el rockandroll a la fiesta. Y apareció Ella. Siempre aparece Ella. «Haced lo que Él os diga…» Y a aquella fiesta, a aquella boda de Caná, se le multiplicó el vino. Dos horas de una boda preciosa, que seguramente, todos los invitados recordarán de por vida. En aquella viña del Monte Carmelo, nunca jamás faltaría el vino.
Me recordó que sin Ella, podemos llegar a perder el norte. Y que en esta tierra de albarizas, que tanto en común guarda con aquel lugar fecundo de viñas de Dios, se quiere a la Virgen del Carmen por encima de todo. ¡VIVA LA VIRGEN DEL CARMEN!