La humedad de la noche invernal con retazos de primavera, seguía calando en mis huesos. En mis manos, la radio de pilas «de las gordas» con un casete pirata con marchas de la Banda de la Legión Nazarena de Dos Hermanas sonando una y otra vez, era “el niño de la radio”.
Una voz debajo del paso, me dijo: venga métete. Y así me metí debajo de Cristo Rey y de un paso, por primera vez. Eran noches de muchos ensayos: 7,8,.. , alpargatas de suelo de tocino y costaleros con chándales o pantalones vaqueros remangados y medias altas. Verdaderos héroes que con menos de una cuadrilla sacaban pasos, sin relevos, sin saber con cuantos llegarían, algo impensable en el día de hoy.
Aún recuerdo el tacto de su chándal azul al que me agarre, el ruido de sus alpargatas y el calor que desprendía su cuerpo. La trabajadera era entonces tan alta como el mayor de los rascacielos. Él, alto y rotundo, con una sonrisa para todos, me enseñó que debajo de un paso como en la vida hay que ser honrado y sincero.
La foto de la Estrella sacada en el taller de Sebastián Santos por una cara y la de la Virgen de la Macarena por la otra custodiaban mis apuntes universitarios, cuando muchas tardes abría la puerta de la capilla y allí estaba él: en silencio, arrodillado, aún así era grande, rezando de cara al sagrario. Cada gesto, una enseñanza.
Nunca vistió el hábito de nazareno, su labor como siempre, callada y diligente, era la de asistir a su cofradía desde fuera, «hermano acerero»: asistía al hermano que abandonaba las filas por enfermedad; a los niños, que no les faltará agua; el refresco en el punto fijado para los costaleros, etc,…
Durante su velatorio, sus amigos se sentaron a recordarlo, todo fueron risas y anécdotas hilarantes, impropio para cualquier sepelio, menos para el suyo.
A día de hoy aún lo siguen recordando. Se fue pero el cariño de los suyos sigue tan vivo como si aún estuviera entre nosotros. Su bondad fue tal, su grandeza humana fue de tal inmensidad que el día que se fue se lloró mucho, tanto que hasta la Virgen de la Estrella vistió luto, como si de un torero se tratara y hasta Ella fue para el «hasta luego». Sabiendo que es la guía al cielo. Nunca tuvo tanta pena La Estrella, nunca su manto será tan negro.
Nunca supe quien era realmente él. Nunca supe de su inmensidad hasta que con él al hombro, vi como el Patio de los Naranjos parecía un domingo de Ramos en Misa de Palmas, repleto de gente ¿quién era en realidad aquél hombre?
No le hizo falta ni credencial de hombre bueno, ni enseñar su medalla de La Borriquita, arriba eso lo sabían de sobra. Se fue cuando un hombre necesita más de su padre, cuando deja de considerarte un niño y hablas con tu padre de cosas de hombres.
A mí me dejó sin aquel abrazo de cada noche de Domingo de Ramos, cuando la cofradía se recogía. Sin ese abrazo rotundo y sincero de padre satisfecho, rodeándome con la inmensidad de sus brazos, era la mejor “chicotá” de la noche. Ahora, sin él me deja desnudo, frío y es cuando más huérfano me siento.
No necesitó ni medalla de oro ni una placa como reconocimiento, porque esas cuando mueres ya no sirven de nada. Tiene la mayor distinción que una hermandad otorga a uno de los suyos: El amor perpetuo.
A mi padre, Fernando Cornejo Villalta.