“Tuve hambre y me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; forastero y me recibieron en su casa; sin ropas y me vistieron; enfermo y me visitaron; en la cárcel y fueron a verme”. (Mt. 25, 35-36)
Adrián Zurera de la Peña.- No voy a escribir un artículo denso, lleno de palabrejas ni demasiado literario -la ocasión así lo requiere-, ya que este fue motivado por una frase –o una palabra-.
Acabado dicho preámbulo he de describir mi total repulsa hacia cualquier enfrentamiento, ya sea entre personas o instituciones, con más inri cuando se apellida con adjetivos como cristiana o cofrade.
Puedo llegar a comprender enfados, malentendidos y ese buen hacer que brillaba por su ausencia en tiempos pasados. Si algo caracteriza al cristiano es la negativa a la venganza, asimilar la culpa como dicta la oración “Yo confieso”.
Me equivoco al creer en el cambio de las personas y al tener ese ingenuo pensamiento sobre esa teoría del filósofo Rousseau donde el hombre es bueno por naturaleza, siendo la sociedad la que lo corrompe. Lo más doloroso es su vigencia en el mundo cristiano, donde el hombre es corrompido, pero por otros hombres.
El ser humano es pecaminoso por naturaleza, Cristo misericordioso con sus enseñanzas para amar al prójimo, acogerlo, cobijarlo con nuestra pobreza, pero humildad en el trato.
Aquel dicho que dice “dos no se pelean si uno no quiere” no tiene falta de razón alguna. Dos no entran en conflicto sin un acto, pero la cara amable del cofrade es su capacidad para entonar el Mea Culpa y estrechar la mano.
Si en las propias hermandades no practicamos ni enseñamos el valor del perdón y el amor fraterno de cada Jueves Santo. ¿Qué razón de ser tiene el cristiano?